El corral se agita con el chirrido de la puerta y unos pequeños pies se abren paso entre el agitarse alborotado de las plumas. Los polluelos, huesudos y temblones, desencajan sus pequeñas mandíbulas reclamando comida. Sus madres les ignoran, saltan sobre la cabeza de la niña, arremeten contra las paredes hasta alejarse dando tumbos y alaridos por el patio. La pequeña avanza hacia el enjambre de plumones y picos y trata de atraparlos. Alza a los polluelos a puñados, los sujeta contra su pecho, bajo las axilas, utilizando la camiseta como bolsa. Podría parecer que recoge manzanas verdes de las ramas de un árbol. La diferencia es que estos pequeños bultos tiemblan, y están sucios. Por eso los lleva hasta el pilón forcejeando (algunos tratan de escabullirse, uno incluso se escapa y cae al suelo con un crujido de hojas secas), por eso los sumerge aplicadamente, por eso los frota contra el lavadero y los enjuaga una vez y otra. Cuando todos flotan, brillantes como peces, en el agua del pozo, los toma por el cuello, los sacude y los pone a secar en el tendedero. Algún ala se rompe al ajustar las pinzas de la ropa, otras (sonríe triunfante) quedan intactas.
La niña espera sentada en el zaguán, refugiándose del sol de mediodía, mientras el agua resbala por el plumaje escurridizo de los pájaros. Escucha cómo chocan las gotas contra el suelo, observa la minúscula nube de polvo que levantan. Los polluelos no tardarán mucho en estar secos.
2 comentarios:
AAAaaaaaghhhhhh
(y la carne de gallina, como las de tu escrito)
Pues la niña es mi madre de pequeña, creo que te lo conté. Qué miedo, ¿eh?
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