sábado, 28 de agosto de 2010

VIII. La fuerza



“¡Oh Dios, Dios mío, escucha a esta viuda! Tuyo es el pasado, el presente y el futuro, lo que has pensado, se ha hecho. Las cosas que has decidido, se han realizado. Todos tus caminos están preparados y previstas tus decisiones”.


Judit, 9, 5-6



Es cierto que ahora, desnuda en la tienda de Holofernes, recuerda las sucias calles de Betulia, su olor a orín y su áspero sabor a arena suspendida. Recuerda la guerra, los aullidos de las tribus, la santa ira israelí. Sería fácil permanecer allí, ya roto el luto, vestida y maquillada para un vivo y no para los muertos. Sería fácil, sin duda, acercarse de nuevo al cuerpo rotundo del soldado y volver a la cama. Ser una traidora puesto que aparenta serlo, convertirse (tan frágil la línea entre lo que dice ser y lo que es, entre su hambre y el hambre que finge) en la ramera babilónica que engendra a los siete mil hijos de las tropas de Nabucodonosor.

Piensa, por un momento, en despedir a su doncella, en ordenarle que recorra de nuevo el camino a la ciudad y que no vuelva esta vez tras los rezos. No cedería ante sus súplicas, ante el pesado nombre de Jehová. Y después, si insistiera, si se atreviera a mirarla desde sus ojos de mujer justa, tomaría el alfanje del amante y la degollaría. La misma ira para distinta presa, una hija de Eva menos sobre el mundo.

Sabe ya cómo domar a los hombres. Siempre ha odiado a esas viudas que arrastran sus faldas alrededor del templo como si no pudieran levantarlas nunca, cuando todas saben que sus cuerpos usados no valen ya la castidad que dicen mantener, una castidad poco rentable. Y todos los hombres son iguales, piensa, las mismas manos ásperas, las mismas embestidas, el mismo grito ronco. El mismo sueño al terminar (el mismo sudor, el mismo olor amargo y denso), pesado como el que brota entre los cabellos de Holofernes. Podría, si quisiera, tirar con una mano de las riendas de todo un regimiento, llevarles de nuevo hacia el Éufrates, más allá de la llanura de Bectilet. Todos en Betulia llorarían por la buena Judit y cambiarían la sangre de soldado por sangre de cordero para su Dios de sangre. Sí, podría cabalgar sobre los mil caballos enemigos que acechan la ciudad.

Por eso camina hasta el lecho de Holofernes mientras piensa en las estrellas que flotan, animadas por alguna fuerza extraña, sobre la tienda. Posa su mano sobre el pecho del soldado que se agita acompasadamente, manso como un animal de granja. Acaricia su frente joven, sus párpados cerrados, su ancho cuello de toro, palpitante. Levanta con dificultad el alfanje robado y lo acerca a su funda, en el cabecero de la cama. Tira levemente de los espesos rizos de Holofernes como de unas bridas. El soldado entreabre los ojos.

No será hasta más tarde, huyendo camino de Betulia, cuando Judit comprenda el silbo del metal cayendo sobre la garganta, el crujido acuoso de los huesos, la sangre sobre la arena pisada de la tienda. Limpia entonces sus manos sobre el pelaje claro del asno que carga con la cabeza de Holofernes y mira hacia el cielo. Las estrellas afirman, cabecean.




viernes, 27 de agosto de 2010

"Cuando sea mayor, seré inviolable"



"De pie, bajo el león de Denfert, Isabelle me miró:
- Ya sé por qué Stavroguin se portaba como un loco en Los demonios.
Sus ojos estaban secos como pedernales, ahora. Yo sólo pensaba en llenarla de agua para que pudiera llorar de nuevo en la vida.
- Violó a una niña.
¿Qué podía responder yo?
- ¿Y sabes qué hizo la niña, Loussa?
- No.
- Le amenazó con el dedo.
- ¿Eso es todo?
- ¿Qué más puede hacer una niña, según tú?
- No lo sé.
- Se colgó.
Y soltó entonces una ráfaga de sollozos. Era terrible porque con su cabeza, tan blanda ya, y su cuerpo como un hueso, temí que se empalara a sÌ misma.
- Yo, cuando sea mayor...
Se ahogaba.
- Cuando sea mayor, seré inviolable.
Y soltó, de pronto, su risa de victoria, ya sabes, su risa siseante... Sus manos dibujaron en el espacio la silueta de su enorme cabeza clavada en la estaca de su cuerpo, y repitió riéndose:
- Como ahora: ¡inviolable!

Loussa tenía ya un pie en el pasillo del hospital, la mano en la empuñadura de la puerta y el vago deseo de que se lo cargaran al salir. Se volvió hacia el amigo comatoso:
- Tienes que explicárselo a tu Julie, gili: no se dispara contra una mujer que tiene una niña ahorcada en la cabeza."

La petite marchande de prosse (La pequeña vendedora de prosa), Daniel Pennac




jueves, 26 de agosto de 2010

Homo Faber



"Jamás olvidaré a Sabeth sentada en aquella roca, con los ojos cerrados, callada y recibiendo los primeros rayos del sol. Era feliz, dijo; y jamás olvidaré el mar que oscurecía a ojos vistas, cada vez más azul, morado, el mar de Corinto y el otro, el mar ático; el color rojo de los campos, los olivos, verdes y nebulosos, sus largas sombras proyectadas sobre la tierra roja, el primer calor de Sabeth abrazándome como si yo se lo hubiese regalado todo, el mar y el sol y todo, y jamás olvidaré que Sabeth rompió a cantar".

Homo Faber, de Max Frisch



V. El Papa



Las persianas del despacho de don Fermín están bajadas, como siempre en verano. Fuera, en el pasillo, se adivina el calor que atraviesa el colegio en los últimos meses del curso, el olor acre a sudor adolescente, el murmullo constante de los niños agitados por el fin de las clases. Don Fermín, sentado al escritorio de madera oscura, barre su frente con un pañuelo blanco, de izquierda a derecha, y dobla pulcramente la tela después de cada pasada. En la repisa que queda a su espalda reposan, a ambos lados del sacerdote, un retrato a acuarela de un cura sonriente cuya cabeza desmesuradamente grande parece flotar sobre una ermita, y una sencilla cruz de madera sobre una peana de piedra blanca pulida. Don Fermín, rígido en la silla de oficina, las manos descansando sobre la mesa, tiene los ojos cerrados. Tiene los ojos cerrados para ser capaz de ver.

Primero es el verde. Un verde amazónico, selvático, una nebulosa verde que se materializa poco a poco en una sucesión de hojas tiernas, enredaderas, raíces colgantes, todas de un verde húmedo y espeso que no deja apenas pasar la luz. Las vagas formas verdes pasan a un lado y a otro, se aceleran (también su corazón, garganta abajo) hasta no ser más que unos veloces trazos verdes, un túnel verdoso y asfixiante.

Ese túnel se desploma súbitamente en una inmensidad azul, un océano sólido extendido hacia el horizonte, un océano desplomado bajo el cielo (don Fermín sujeta el aliento) donde las olas braman sin sonido. Pescadores de hombres, el trazo de un pez en los abismos.

El mar se cuartea, se dora bajo un sol de desierto. Es la tierra oriental del turab y el minarete, el aire ausente (el pez muere palpitante y seco sobre la arena) y en mitad del crepitar, como una nota discordante, la perplejidad blanca de un oso polar. Llegan entonces los bloques helados de la Antártida, los inmensos glaciares bajo el cielo helado. Y el deshielo, el gigante de nieve quebrándose en dos con un rugido. Don Fermín abre los ojos.

Su izquierda está bajo mi cabeza y su diestra me mantiene abrazada. Quien ofreciera toda su hacienda a cambio del amor sería desgraciado. El sacerdote paladea las palabras mientras posa sus manos delicadamente sobre la cabeza del chico que se agita bajo la mesa, entre sus piernas.

- ¿Qué dice, don Fermín? - pregunta el chico alzando la vista.

- Nada.- responde con voz ronca, y carraspea para aclararse la voz- Puedes irte.

El chico desplaza ligeramente el escritorio al levantarse. Mientras sacude de las rodilleras del pantalón de chandal una suciedad inexistente, don Fermín le recuerda que debe rezar dos padrenuestros y tres avemarías. El chico se marcha dejando entrar en la habitación un rumor de carreras, risas e insultos. Don Fermín reza brevemente. Da gracias al Señor por prestarle sus ojos y se preocupa por las almas de sus alumnos. Cuando oye la sirena que marca el final del recreo, se pone en pie y abandona el despacho. Sabe que Dios, en alguna parte, le mira complacido.




viernes, 13 de agosto de 2010

"Sala de psicopatología", Alejandra Pizarnik, 1971.



"(...)

se alejó -me alejé-
no por desprecio (claro es que nuestro orgullo es infernal)
sino porque una es extranjera,
una es de otra parte,
ellos se casan,
procrean,
veranean,
tienen horarios,
no se asustan por la tenebrosa
ambigüedad del lenguaje
(No es lo mismo decir Buenas noches que decir Buenas noches)

El lenguaje
-yo no puedo más,
alma mía, pequeña inexistente,
decidíte;
te las picás o te quedás,
pero no me toques así,
con pavura, con confusión,
o te vas o te las picás,
yo, por mi parte, no puedo más."


1971
Alejandra Pizarnik (1936-1972)




lunes, 9 de agosto de 2010

tabula rasa



Los pájaros ardiendo en el tejado

los cables ardiendo

el asfalto ardiendo

las voces inflamadas

el papel

el incendio


y después la ceniza







sino porque una es extranjera,

una es de otra parte

Alejandra Pizarnik




¿vas a enseñarme a vivir?


puedo verte sumergida en la noche

detrás de esas voces que me llaman

pero no sé nadar

ríes mientras braceas en el lago

pero no sé nadar

y palpito en la orilla

avergonzada de mis branquias inútiles

de mis latidos vagos

de mi cuerpo

nacido para revolverse mansamente en la orilla


¿vas a enseñarme a vivir?

a sobrevivirme

a sobrevivir

a mi respiración tapiada

a mis pulmones llenos de agua sucia






martes, 3 de agosto de 2010

II. La sacerdotisa XX. El juicio




Hace horas que busca una señal, una mancha, un turbio cúmulo de melanina que le susurre esta eres tú, esta es tu carne. Nada. Un cadáver que nadie reconoce. Pero ella no eligió esa piel inmaculada, reluciente bajo los focos del cuarto de baño, esa apariencia de recién nacida. Tampoco fue elección suya el espejo biselado, las estatuillas griegas, los jabones. Insistió en comprar los otros azulejos, los italianos en blanco roto, mate, no este rojo obsceno de motel. Pero qué más da. Ahora reconquista ese cuerpo extranjero, mide con victoria las baldosas. Y su boca pronuncia en el azogue, “qué más da”.

Reposa las caderas contra el frío del lavabo. Apenas roza su vientre, ya algo abultado, con la mano izquierda, mientras con la derecha acaricia los frascos de perfume dispuestos en fila sobre la superficie de mármol. Mira distraídamente la hora: las mismas dos de la madrugada que él sumerge en alguna copa de champán, abajo en la ciudad. Debe darse prisa.

Primero, la ropa, que dobla cuidadosamente antes de disponerla al fondo de la bolsa de basura. Todas sus camisas a medida, las rayadas, las de lino, sus polos para el tenis, los pantalones (incluido algún vaquero olvidado), los calzoncillos de corte neoespecial, los zapatos italianos, los pijamas de cuadros, las pantuflas, las corbatas de seda, los trajes oscuros del trabajo. Después los relojes, del Casio adolescente al último Cartier regalado por los socios, todos empaquetados en una perfumada bolsa blanca. Finalmente, los gemelos, los pisacorbatas, las cadenas, tintineantes y pesados en el plástico.

Cierra las tres bolsas con un ágil nudo de mariposa, baja las escaleras, cruza el césped húmedo del jardín y, con un giro de muñeca, ejecuta la suprema decisión de arrojarlas a la clorificada, abacteriana y desinsectizada piscina. La zambullida alegra el silencio eléctrico de la urbanización.

De nuevo escaleras arriba ejecuta con la misma precisión de cirujano los cortes que desgarran las sábanas, el colchón de látex, los sillones de terciopelo. Riega con un amor infinito y agua mineral todos los aparatos electrónicos. Sumerge el ordenador portátil en la bañera exenta que instalaron (instaló) hace apenas un mes. Empapa las enciclopedias y manuales en un brandy añoso para un perfecto flambeado. Tritura la porcelana con el robot de cocina. No olvida lavarse las manos para tomar la colección de litografías y rasgarlas de un solo gesto limpio.

El Audi arranca con un leve rugido. Mientras cruza la puerta videovigilada de seguridad triple piensa, preocupada, en que ha olvidado dejar una nota. Imperdonable.