Aquella noche llegué tarde, o temprano, según se mire. Quiero decir que el campo estaba quieto, azul, dormido, que los perros habían vuelto a sus jaulas, y que él había dejado ya sus juegos con la tierra para entrarse en la casa, en su guarida. Como siempre, el hombre pardo habría tomado el fruto de los árboles, así, con su permiso, y habría domado el cauce de los surcos de riego, separando las aguas del pequeño mar verde de la acequia. Como siempre, al alzarse, una mano a la espalda, un alfiler clavado en la garganta como un soplo, habría mirado al sol de mediodía, y habría tenido tiempo de pensar, un momento, que era viejo.
Camino abajo el pueblo titilante, todavía tras la guerra, con sus lámparas tristes y amarillas y con su desmemoria. Esta juventud que es la misma que entonces, decía él, casi con vino y casi acordeón, otros tiempos pero igual de vivos, y yo aquí. Él efectivamente ahí, sin triunfo en la voz escondida tras los labios, sin renuncia. Él efectivamente ahí, y bastaba. Bastaba porque bastaba cuando la Julia, y uno no puede andarse con recuerdos. Apenas un vistazo al arriate vacío al paso hacia la huerta. Y pensar que tantas, tantas veces había protestado por las flores y los abejorros y el humo a las avispas con sol nuevo, tantas, tantas veces diciendo las flores de la Julia que ni adornan porque resulta que las quiere secar, ya ves tú, secarlas, y ahora sería capaz de llamar a la Julia a gritos, sí, llamarla, para que viniera a ayudarle a cerrar de una vez la puta cancela. A la humedad de las sábanas frías sí se había acostumbrado, incluso a cocinar la liebre en los veranos, pero a las flores no. Nunca.
Él, claro, no me esperaba ya a esas horas, echado el día y la noche, yo que llegaba justo para verle venir con los tomates repletos de un rojo como al óleo entre sus brazos. Y ahora, de la salita, tras el leve chirrido de la puerta, me llegaba su sombra recortada en la cal de la pared, el animal metido en la lobera con la luz esteparia del candil, las manos al brasero. Solo entre muebles viejos, sin un fondo de pájaros y verde, se le veía pequeño, un oso que arañara los barrotes atrapado en un zoo de mala muerte. Pero él miraba el transistor, y sonreía, un transistor de plástico con la antena inexacta, y sonreía. Era la voz. Una voz de mujer que daba el tiempo. Y el oso, acurrucado, escuchaba la voz hablando de las nubes al norte, de las rachas de viento y de los nudos que ataban el Cantábrico con fuerza a la meseta. Él tomaba la voz, desmenuzaba con dulzura las palabras, las paladeaba, jugaba a pronunciarlas, ahora “débiles”, ahora “moderados”. Seguía aún mirando el aparato y yo sabía que él no estaba ahí, que se había ido persiguiendo a la voz campo a través, que la veía, a ella, entre los eucaliptos, a ella y sus palabras, tan blancas, tan brillantes, mejor incluso que el acordeón, como una música o un truco de magia. El viejo oso muy quieto, sin verme, sin sentirme, atento como un niño, casi domesticado. Volviendo al coche, con la voz a mi espalda y aquel hombre rendido ante la radio, pensé que quizás ni siquiera la Julia, cuando jóvenes, habría podido arrancarle esas miradas.
Al día siguiente me habló, pequeño y torpe, de las nubes al norte, de las ranchas de viento, de los nudos que ataban el Cantábrico con fuerza a la meseta.