Las persianas del despacho de don Fermín están bajadas, como siempre en verano. Fuera, en el pasillo, se adivina el calor que atraviesa el colegio en los últimos meses del curso, el olor acre a sudor adolescente, el murmullo constante de los niños agitados por el fin de las clases. Don Fermín, sentado al escritorio de madera oscura, barre su frente con un pañuelo blanco, de izquierda a derecha, y dobla pulcramente la tela después de cada pasada. En la repisa que queda a su espalda reposan, a ambos lados del sacerdote, un retrato a acuarela de un cura sonriente cuya cabeza desmesuradamente grande parece flotar sobre una ermita, y una sencilla cruz de madera sobre una peana de piedra blanca pulida. Don Fermín, rígido en la silla de oficina, las manos descansando sobre la mesa, tiene los ojos cerrados. Tiene los ojos cerrados para ser capaz de ver.
Primero es el verde. Un verde amazónico, selvático, una nebulosa verde que se materializa poco a poco en una sucesión de hojas tiernas, enredaderas, raíces colgantes, todas de un verde húmedo y espeso que no deja apenas pasar la luz. Las vagas formas verdes pasan a un lado y a otro, se aceleran (también su corazón, garganta abajo) hasta no ser más que unos veloces trazos verdes, un túnel verdoso y asfixiante.
Ese túnel se desploma súbitamente en una inmensidad azul, un océano sólido extendido hacia el horizonte, un océano desplomado bajo el cielo (don Fermín sujeta el aliento) donde las olas braman sin sonido. Pescadores de hombres, el trazo de un pez en los abismos.
El mar se cuartea, se dora bajo un sol de desierto. Es la tierra oriental del turab y el minarete, el aire ausente (el pez muere palpitante y seco sobre la arena) y en mitad del crepitar, como una nota discordante, la perplejidad blanca de un oso polar. Llegan entonces los bloques helados de la Antártida, los inmensos glaciares bajo el cielo helado. Y el deshielo, el gigante de nieve quebrándose en dos con un rugido. Don Fermín abre los ojos.
Su izquierda está bajo mi cabeza y su diestra me mantiene abrazada. Quien ofreciera toda su hacienda a cambio del amor sería desgraciado. El sacerdote paladea las palabras mientras posa sus manos delicadamente sobre la cabeza del chico que se agita bajo la mesa, entre sus piernas.
- ¿Qué dice, don Fermín? - pregunta el chico alzando la vista.
- Nada.- responde con voz ronca, y carraspea para aclararse la voz- Puedes irte.
El chico desplaza ligeramente el escritorio al levantarse. Mientras sacude de las rodilleras del pantalón de chandal una suciedad inexistente, don Fermín le recuerda que debe rezar dos padrenuestros y tres avemarías. El chico se marcha dejando entrar en la habitación un rumor de carreras, risas e insultos. Don Fermín reza brevemente. Da gracias al Señor por prestarle sus ojos y se preocupa por las almas de sus alumnos. Cuando oye la sirena que marca el final del recreo, se pone en pie y abandona el despacho. Sabe que Dios, en alguna parte, le mira complacido.
3 comentarios:
Magnífico.
Me acordé de ti cuando lo leí por primera vez después de escribirlo, pensé que quizás te gustaría. Y me alegro de que sí, y gracias por leer y por estar, de verdad. Nos vemos en Sevillacity a la de ya.
La verdad, impresionante, no deja indiferente.
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