“¡Oh Dios, Dios mío, escucha a esta viuda! Tuyo es el pasado, el presente y el futuro, lo que has pensado, se ha hecho. Las cosas que has decidido, se han realizado. Todos tus caminos están preparados y previstas tus decisiones”.
Judit, 9, 5-6
Es cierto que ahora, desnuda en la tienda de Holofernes, recuerda las sucias calles de Betulia, su olor a orín y su áspero sabor a arena suspendida. Recuerda la guerra, los aullidos de las tribus, la santa ira israelí. Sería fácil permanecer allí, ya roto el luto, vestida y maquillada para un vivo y no para los muertos. Sería fácil, sin duda, acercarse de nuevo al cuerpo rotundo del soldado y volver a la cama. Ser una traidora puesto que aparenta serlo, convertirse (tan frágil la línea entre lo que dice ser y lo que es, entre su hambre y el hambre que finge) en la ramera babilónica que engendra a los siete mil hijos de las tropas de Nabucodonosor.
Piensa, por un momento, en despedir a su doncella, en ordenarle que recorra de nuevo el camino a la ciudad y que no vuelva esta vez tras los rezos. No cedería ante sus súplicas, ante el pesado nombre de Jehová. Y después, si insistiera, si se atreviera a mirarla desde sus ojos de mujer justa, tomaría el alfanje del amante y la degollaría. La misma ira para distinta presa, una hija de Eva menos sobre el mundo.
Sabe ya cómo domar a los hombres. Siempre ha odiado a esas viudas que arrastran sus faldas alrededor del templo como si no pudieran levantarlas nunca, cuando todas saben que sus cuerpos usados no valen ya la castidad que dicen mantener, una castidad poco rentable. Y todos los hombres son iguales, piensa, las mismas manos ásperas, las mismas embestidas, el mismo grito ronco. El mismo sueño al terminar (el mismo sudor, el mismo olor amargo y denso), pesado como el que brota entre los cabellos de Holofernes. Podría, si quisiera, tirar con una mano de las riendas de todo un regimiento, llevarles de nuevo hacia el Éufrates, más allá de la llanura de Bectilet. Todos en Betulia llorarían por la buena Judit y cambiarían la sangre de soldado por sangre de cordero para su Dios de sangre. Sí, podría cabalgar sobre los mil caballos enemigos que acechan la ciudad.
Por eso camina hasta el lecho de Holofernes mientras piensa en las estrellas que flotan, animadas por alguna fuerza extraña, sobre la tienda. Posa su mano sobre el pecho del soldado que se agita acompasadamente, manso como un animal de granja. Acaricia su frente joven, sus párpados cerrados, su ancho cuello de toro, palpitante. Levanta con dificultad el alfanje robado y lo acerca a su funda, en el cabecero de la cama. Tira levemente de los espesos rizos de Holofernes como de unas bridas. El soldado entreabre los ojos.
No será hasta más tarde, huyendo camino de Betulia, cuando Judit comprenda el silbo del metal cayendo sobre la garganta, el crujido acuoso de los huesos, la sangre sobre la arena pisada de la tienda. Limpia entonces sus manos sobre el pelaje claro del asno que carga con la cabeza de Holofernes y mira hacia el cielo. Las estrellas afirman, cabecean.